Friday, July 17, 2009

Turista con obra maestra al fondo

Los aficionados y los degustadores de arte somos, y no podemos negarlo, unos elitistas de mierda. La nuestra es una afición que parte de un duro aprendizaje previo, de muchas lecturas y de muchas noches de invierno solitarias con el viento azotando nuestras contraventanas. Fuera, sólo la fría noche y un montón de gente estúpida. Aunque en eso de la soledad, como en todo, siempre han habido clases: mientras los aficionados al cine de autor o europeo (si ambas categorías coinciden, ya es lo más) tenemos que aguantar que cualquier indocumentado se alquile una de Michelangelo Antonioni y nos suelte “pues a mí no me ha gustao” (a mi no me he gustao, a mi no me ha gustao…). Los admiradores del arte contemporáneo viven tranquilamente su afición tan sólo molestados por los periódicos que hacen burla y cuchufleta de los artefactos del S.XX y el SXXI. Porque vamos a ver, nadie en su sano juicio visita un museo de arte contemporáneo a no ser que el edificio esté firmado por un arquitecto chino gay y su madre, estilo Ryue Nishizawa y Kazuyo Sejima .Encargados de la ampliación del IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno), y que han elaborado un interesante proyecto en el que unen el arte contemporaneo con la colombicultura o la competición con palomo deportivo y la exposición de palomos de raza buchona (que es una costumbre muy valenciana). Por qué díganme que si la ampliación de la terraza del IVAM no es un palomar, ustedes dirán. Pero bueno, los que los tienen mal, pero mal fatal, son los aficionados al arte del SXVIII y el SXIX, porque ahí sí que existe quórum: el arte de esos dos siglos es “bonito”. Que lo dicen desde los libros de arte más sesudos hasta la Mía (todo lo que interesa a la mujer dinámica, práctica, moderna y actual). Ese arte es “bonito” y gusta a todo el mundo. Con lo cual, los museos parisinos dedicados a este periodo cronológico están a rebosar.


Ver a un connaisseur del arte impresionista apartar cabezas, culos, y mochilas en el museo de Orly. Observar como la mirada pensativa es interrumpida por miles objetivos de cámaras y de móviles, es, definitivamente, una delicia y uno de los grandes lujos que ofrece esta ciudad. Primero porque uno descubre las asociaciones terriblemente fascistas que tiene la apreciación estética (y fíjense la animalada que he dicho). Asociaciones que en parte derivan de toda esa propaganda nefanda del dialogo entre el alma del artista y el alma del espectador, del conocedor, que se hace imposible ante la horda de gafas japonesas que reticulan las obras maestras del SXIX. El arte, se supone, no puede hablar a gritos y no puede comunicarse por encima de todos esos ruidosos turistas. Esta situación que imposibilita el arrebato estético hace que uno rememore la apreciación original de las obras: cuando las terribles circunstancias económicas hacia que unos pocos podían disfrutar de la calidad estética. Uno se pone sentimental y se imagina como un gran burgués del SXIX, en cuyas fábricas moría la gente a puñados, o ya directamente como un buen Luis XIV o XV, con los menesterosos pudriéndose en las calles, mientras la rocalla y el rococó acogían los amables salones literarios o artísticos.


Pues fíjense aquí estamos, en pleno SXXI, donde, a pesar de que el vuelo a París y las entradas a los museos no están al alcance de todo el mundo (desde luego), el arte se ha convertido en un entretenimiento de masas de gentes. Las salas están llenas de turistas, de turistas como yo. Y observándolos, observándonos, durante un largo tiempo en el Musée de l'Orangerie donde se exponen los famosos Nenufares de Claude Monet pensé en el maravilloso espectáculo que suponía todo ese ballet de cámaras, de modos de enfrentarse a la obra maestra, de poses delante de los cuadros. Era un rito increíble. Además toda esa gente que como yo había venido de lugares lejanos, siguiendo las mismas direcciones y los mismos consejos de la misma guía, habían llegado a la misma maravillosa conclusión: las Bellas Artes en el SXXI no valen nada. Bueno, no valen nada, no valen más que cualquier otra imagen ya sea esta una esquina pintoresca, un cartel de publicidad o una imagen conocida de una película. Y de cosas así, créanme, está lleno un París que se ha convertido en un gran buffet libre y audiovisual para turistas. Quienes lejos de querer apropiarnos de los cuadros, queremos consumirlos rápidamente y pasar a la siguiente imagen que nos lleve a la siguiente… es en definitiva llevar el capitalismo cultural al extremo, consumir imágenes por consumir imágenes, hasta el agotamiento. Pero, oye, que nosotros no hemos inventado el sistema, tan sólo lo sufrimos y lo mantenemos a marcha martillo intentando buscar algún resquicio por donde respirar.




Por eso, y aunque no quiero entrar en el espinoso debate de que en definitiva de Disneyland® Resort Paris es más real que el Louvre, ya que ambos están orientados a pasear al turistas por fantásticos escenarios que imitan películas con la finalidad de entretenernos, aunque el primero no pretenda engañar a nadie. Y no quiero entrar en el debate no porque no tenga miga, sino porque a los turistas, la verdad, nos da igual, no vemos diferencia entre una cosa y otra. Por eso, como decía, obviando ese debate, y con la certeza de que cualquier foto de un cuadro sin gente (sin turistas) no vale un pepino, surge el tema del arte convertido en espectáculo. Pero espectáculo en su sentido canónico: como una relación de poder entre observador y observado. Evidentemente, los turistas ejercemos nuestro poder sobre la obra de arte, del mismo modo que la ejercemos sobre los nativos del lugar. Nuestra mirada se obtiene mediante la posición de poder que da el dinero. Sin embargo lo bueno del espectáculo, y he ahí su genialidad y la razón de que sea la máxima expresión del capitalismo tardío, es que nadie es libre: ni el observador ni el observado. Sobre la persona o el objeto observado se ejerce el poder, pero el observador tampoco es libre. No tiene la oportunidad de mirar cosas nuevas o frescas. Su itinerario está marcado y no se puede desviar de ahí. Cuando te montas a una atracción de Eurodisney tu camino y tu mirada esta prefijada, te subes a una vagoneta, y ves fantásticos dioramas que te resumen tridimensionalmente la película Peter Pan, pues con el Louvre o el Centre Pompidou, pasa lo mismo pero más disimulado. Por eso en mi “Cruzada Infantil contra la Hipocresia Cultural” lo que propongo es que se instalen en el mismo Pompidou barcas o asientos móviles con formas de animales que lleven a los visitantes a lo largo del museo, para que estos sin moverse y con un tiempo y un grado de atención prefijados puedan ver las grandes obras que allí se depositan. El viaje podría estar amenizado por una canción pegadiza y por simpáticas mascotas (¿quizás los grandes genios de la pintura animalizados, Van Gogh como un león, Lautrec como una ratita, Monet como una morsa…?). Al final quedaría una cosa muy divertida e ingenua, que es en definitiva lo que todos queremos, una cosa como mi atracción Disney preferida, Its a small world” (nótese que en que en minuto 2.12 se habla de los Balcanes sin recurrir a las terribles matanzas que alli ocurrieron… por cierto molaría hacer un “Its a small world” pero economica y socialmente corrento, con hambrunas, guerras étnicas, desplazamientos de civiles, encarnizadas luchas étnicas, genocidos y feminicidios, homofobia…).









En definitiva, la diversión requiere sacrificios, y éstos no sólo son económicos, sino también rituales o simbólicos. ¿Qué hace el turista ante una obra maestra, ya habiendo pagado el vuelo, el hotel, las caras comidas, los suvenires, la entrada a los museos?. Sacrificar lo único que le queda, su familia. Uno coloca a su familia delante de una obra maestra y hace click. Y eso durante miles y miles de veces, como pude observar el museo de el Musée de l'Orangerie donde saqué estas fotos de gente haciéndose fotos delante de los Nenufares. Robarles con la cámara ese instante me producía un placer fetichista, al obtener un momento no reservado para mí del que me apropiaba. Además, claro, estaba el asunto del sadismo: ver como todos esos fotógrafos, en su mayoría padres y madres de familia, sacrificaban a sus familias y las hundían en el agua cenagosa y putrefacta de los nenúfares. Esa agua pestilente que para mí es el SXIX y la historia del arte en general donde llevo tanto años hundido, y comprobar cómo ese montón de gente quería hundirse conmigo. Indudablemente me gusta mucho más la gente que el arte.














































8 comments:

Atiras said...

ole, ole y ole!
sacrificando familias enfrente de la Monalisa, comprando tazas con su cara y pagando circuitos estafa en el 104. Eso es consumir cultura y mover divisas, y lo demás son tonterías.
Eso si, la Monalisa nadie la comprende como la comprendo yo, que tengo una sensibilidad muy especial por el arte...
Ala! a mirar Paris!

Nacho Palomitas en los ojos said...

Chica sí que fue una estafa tooootal. Que el sabado fuimos a un centro de cultura y creación contemporánea, y pagamos por un tour donde te enseñaban el atelier de los artistas posmodernos que allí residían (alli vive Tricky el del hip hop) y fue una estafa total, ni artistas posmodernos ni nada. Si alguien os propone ir al 104 (http://www.104.fr/) huid. Porque es una estafa (esta fatal), es un coñazo, y es una mierda de centro hecho además en un barrio bastante degenerado de inmigrantes donde buena faltan les hacían piscinas, centros deportivos y sociales, y no esa absurdez moderna. ¡¡¡NO A LOS CENTROS ARTÍSTICOS, SÍ A LAS PISCINAS MUNICIPALES!!!¡¡¡NO AL ARTE POSMODERNO, SÍ A LOS HONGOS EN LOS PIES!!!

Unknown said...

Recuerdo hace más de veinte años en El Prado; había un grupo de turistas japoneses con una guía que los llevaba de sala en sala. Cuando llegaron a la sala donde estaba yo, me sorprendió ver que los japoneses jamás desviaban la vista, sólo miraban el cuadro recomendado por la guía, y ninguno de los otros en la sala. Los seguí hasta la próxima sala, y lo mismo, ¡no podía creer tanta disciplina!
Para eso, se hubiesen quedado en Tokio o Yokohama con un buen libro de arte...

Nacho Palomitas en los ojos said...

Yo la verdad, lo único que me fijé es como gritaban las guías rusas... ¡¡¡que voces!!!. Tenía que subir el volumen del nano-pod que siempre llevo para amortiguar el ruido de las sandalias...

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